DEJAR, POCO A POCO, DE VIVIR
Seis de la mañana. Suena el
despertador en la habitación de al lado. No puede ser, pienso. Hoy es domingo, además su cumpleaños y vuelve a
despertarse a la misma hora. Oigo que se levanta, pasa por el baño, una visita rápida a la cocina y
vuelve al cuarto. Mientras me la imagino sentada delante de sus apuntes me
vuelvo a dormir.
Tres horas más tarde me levanto y, más dormida que
despierta, me acerco a la cocina. Necesito un café. Y un buen desayuno de
domingo. Allí me encuentro a mis otras dos compañeras de piso, hablando
en susurros con sus tazas de café a medio terminar y caras de preocupación. Les interrogo con la
mirada y me resumen la situación. Lide, así se llama la compañera de piso que hoy cumple 19 años, ha salido a correr como cada día y ahora se está duchando. ¿Y? pregunto yo. Ya sabéis cómo es, muy estricta con
sus horarios, con sus estudios, con su deporte. A mí también me ha sorprendido que
un día como hoy no
cambie su rutina y se relaje un poco, pero qué le vamos a hacer.
¿Que qué le vamos a hacer? Responde la que está estudiando enfermería. Ahí está la clave. ¿No creéis que deberíamos hacer algo, hablar
con su familia? Como no entiendo a qué se refiere, ella me pregunta: ¿tienes idea de qué ha desayunado hoy? En
realidad, ¿le has visto algún día desayunar? ¿y comer? Lo de las cenas está claro, todas lo vemos. Ayuda a preparar los
platos, se ve que disfruta, pero luego apenas prueba bocado. Se escuda en que
ha merendado tarde y que ella por las noches no suele cenar mucho. Pero tampoco
hemos sido testigos de esas meriendas.
Reconozco que lleva razón. No me había parado a analizarlo.
La futura enfermera nos cuenta que lleva tiempo observándola e intentando
sacarle algo de información. Sospecha que padece de anorexia. Nos cuenta que una noche la
sorprendió en la cocina atiborrándose de un pastel que ese mismo día había asegurado no
gustarle. Desajustes y mentiras. Lo más llamativo es su relación con la comida. Pero
hay más pistas. Lleva unos meses sin la menstruación. Apenas sale con amigas
y pone cara de asco cuando le hablamos de posibles novios. Es extremadamente disciplinada
y autoexigente; no se contenta con menos de un 10 en los exámenes.
Nunca llegamos a hablar abiertamente del
problema con ella. Cada vez que le preguntábamos por lo que había comido (supongo que
era un error intentar controlarla) siempre tenía respuesta. Respecto a
la menstruación, nos dijo que ya había ido al ginecólogo y que todo estaba en orden. Ella debió notar que empezamos a
vigilar lo que comía y pasaba cada vez menos tiempo con nosotras. Hasta que se acabó el curso.
No supe nada más de ella hasta hace un
par de años. Había creado un blog para ayudar a personas enfermas de anorexia y a sus
familiares. Concedió entrevistas en periódicos, radios e incluso fue protagonista de un programa de televisión que trataba el tema
de la anorexia nerviosa y la bulimia. A través de estas entrevistas
conocí su verdadera historia, lo que le pasó cuando dejamos de
verla. Sus testimonios me llevaron automáticamente a hacerme una pregunta: ¿y si hubiéramos avisado antes a
sus padres?
21 años sufriendo este trastorno. 21 años y tres ingresos en
el área de
psiquiatría. Una enfermedad autodestructiva, que lleva a los enfermos, mujeres jóvenes en su inmensa mayoría, a querer hacerse daño. Como dice Lide, a
querer desaparecer de este mundo. Obsesionada las 24 horas del día con la comida, con
las calorías de lo poco que se llevaba a la boca. Ocultando y engañando a los de su
entorno. Yendo a la revisión de peso con mucha ropa puesta, con objetos metálicos en los bolsillos
y habiendo bebido un montón de agua.
Comer cada vez menos, hasta pasar el día con un solo pepino;
medio para comer y el otro medio para cenar. O sólo tres chicles. No comer
casi nada y dormir muy poco. Y es que, con esa “alimentación” no se puede conciliar
el sueño. Y no se puede rendir en los estudios.
Lide recuerda una niñez feliz, con un
entorno familiar bueno y una relación saludable con la comida. Era “regordeta”, pero feliz. Por qué no. Pero a los 11 años, en una revisión médica en el colegio, el
médico le dijo
delante de sus compañeros y compañeras que debía adelgazar 9 kg. Y cada vez que iba al pediatra, a sus padres le recomendaban
lo mismo; que bajara de peso. A eso le siguieron unos años en los que en clase
se reían de sus michelines, la apartaban y le llamaban “bola de manteca”. Opina, desde la
distancia, que fue objeto de bullying.
La anorexia es una enfermedad en la que
intervienen diferentes factores. Se piensa que existe una predisposición genética a sufrir esta
patología, pero que los factores sociales, culturales y familiares son
determinantes para que se pueda desarrollar. Lide, como reflejo de lo que los
demás veían en ella, comenzó a no gustarse. Comenzó a odiarse. Y dejó de comer. Ella
describe la enfermedad como “un lento suicidio”. Dejar de comer y dejar, poco a poco, de vivir.
Una visita al ginecólogo (la real, no la
que ella nos contó) les puso sobre la pista. Sus padres escucharon entonces, por primera
vez, la palabra anorexia. Estaban perdidos. Y Lide seguía perdiendo peso. Y
seguía sin admitir
la enfermedad. El primer paso para que una persona pueda comenzar el largo y
difícil camino de
la recuperación es admitir que está mal, que está enferma. Lide no lo admitió hasta después del primer ingreso, y
eso que en ese momento tan sólo pesaba 30 kg.
En esos difíciles años, los padres de Lide
fallecieron en accidente de tráfico el día que volvían de su consulta mensual con el psiquiatra. Ese mismo día había recibido el alta,
aunque ella reconoce ahora que les engañó con el peso. Aquello volvió a hundirla en el
infierno. Era el "alimento" que su diablo interior necesitaba para continuar viviendo y seguir
diciéndole “no comas, no comas”. La volvieron a
ingresar. Pero no fue la última vez. Llegó a estar ingresada en tres ocasiones. Hasta hace poco se ha seguido
culpando de la muerte de sus padres.
El hecho de no comer genera cambios tanto físicos como emocionales.
Muchos de los síntomas que Lide presentaba y que le llevaron a romper relaciones con
sus hermanas tras la muerte de sus padres, estaban causados por la falta de
alimentación. Es como un círculo vicioso del que solo se puede salir una vez se recupera el peso “normal”. Pero el proceso de
recuperación, como ella misma reconoce, es muy largo y muy costoso. Una vez alcanzó un peso adecuado, le
costó mucho tiempo empezar
a notar una mejoría a nivel emocional.
Ahora se siente bien, pero no curada del todo.
Sabe que es anoréxica de por vida y que no debe bajar la guardia. Siente que el diablo
sigue ahí, dentro de su cabeza, esperando un momento de debilidad para volver a
actuar. Cuenta una anécdota que refleja perfectamente ese frágil equilibrio que la
mantiene en el lado bueno de la ecuación. El pasado invierno enfermó de gripe y lo primero
que le pasó por la cabeza fue; “qué bien, ahora pasaré unos cuantos días sin comer”.
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