SER BUENOS ANCESTROS

 

Fuente: wsimag.com

Vivimos en un momento y en una sociedad en la que nos obsesiona el tiempo. ¿Cuántas veces decimos “no me da la vida”? ¿Qué estamos haciendo mal para que la sensación de no disponer de tiempo nos persiga constantemente? Hace poco visité a mi tía de 82 años y no pude quedarme mucho tiempo charlando con ella. Y me dijo algo que sigue resonando en mi cabeza: “hoy en día, ya no tenéis tiempo para nada”. ¿Es esa la vida que queremos? Vivimos esclavos del tiempo y solo nos preocupamos por el ahora y poco más. Distraídos por la tecnología digital, pendientes de la información que de forma continua nos bombardea por cualquier canal o red social, vivimos con la angustia de estar constantemente perdiéndonos algo. Cuando realmente lo que nos estamos perdiendo es el olor de la primavera, el nacimiento de los primeros brotes del cerezo o esa conversación pausada con nuestra tía, tantas veces aplazada.

Según el filósofo y sociólogo Hartmut Rosa, la concepción lineal del tiempo que nos ha llevado, en parte, a esta aceleración del ritmo de vida también nos genera gran incertidumbre ante lo que vendrá. Eso hace que nuestro horizonte de tiempo se encoja y nos convierte en cortoplacistas. Y es precisamente ese cortoplacismo junto con el estilo de vida moderno el que dejará un lugar mucho más hostil a las generaciones futuras.

Ante este problema, las democracias actuales no están respondiendo de forma eficiente. No están diseñadas para tomar decisiones a largo plazo de manera que se pudiera evitar un deterioro de las condiciones de vida para aquellos que todavía no han nacido. Las personas responsables de tomar decisiones, tanto en la política como en las empresas, tienen como marco de referencia los años en los que estarán en sus cargos. Toman decisiones que les puedan favorecer, política o económicamente, durante sus mandatos; más allá, ya lo solucionarán los que vengan detrás. Pero esa forma de funcionar en democracia deja a parte de la humanidad sin derechos ni capacidad de hacer oposición; las generaciones futuras.

Es por ello que, filósofos como Roman Krnaric o Jonathan Thompson, urgen a la sociedad a adoptar un “pensamiento de catedral”, una visión a largo plazo que permita tomar decisiones políticas que no dañen el planeta en el que la humanidad deberá seguir viviendo. Planificar acciones a largo plazo lleva a la necesidad de hacer cambios profundos en las instituciones democráticas tal y como están diseñadas en la actualidad. Como explica Krnaric, con nuestra actitud estamos colonizando el futuro como si allí no fuera a vivir nadie y ve necesario empoderar a las generaciones futuras. Existen en diferentes lugares del mundo iniciativas de este tipo que están poniendo de manifiesto que es posible hacer política de otra manera, sin necesidad de, como apunta Martin Rees, adoptar regímenes totalitarios benignos.

Hacer frente a los problemas del cambio climático o la crisis energética nos lleva necesariamente a la necesidad de adoptar un pensamiento de catedral sin el cual continuaremos ejerciendo nuestro dominio sobre el planeta y dejando un legado a las futuras generaciones que no quisiéramos para nosotros mismos. Y es precisamente ese cortoplacismo patológico que nos domina el que hace tan difícil que nuestros sistemas democráticos no estén siendo capaces de afrontar con valentía los retos a los que como humanidad nos enfrentamos. Debemos cambiar nuestra relación con el tiempo, mirar y trabajar a largo plazo y perseguir convertirnos en buenos ancestros.

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